En el marco de la Cátedra Pública
organizada por la Universidad de Antioquia: “Tres caras del secuestro, tres
caras de la libertad”, pude hacerle una pregunta a una de las grandes víctimas
del conflicto armado de Colombia. Es víctima de los dos actores que hoy se
sientan a hablar de paz; de dos de las corruptas y envilecidas fuerzas que
empujan al país por el sendero de la injusticia y la miseria: Las FARC-EP y el
Estado Colombiano. Pude hacerle una pregunta a Sigifredo López Tobón.
Sigifredo fue el único exdiputado
del Valle que sobrevivió al secuestro -de 7 años- y a la masacre perpetuada por
las FARC-EP el 18 de junio del 2007. Además sobrevivió, no sólo en lo físico,
sino, lo que es más sorprendente, en lo mental, emocional y político a un
segundo secuestro no menos infame e
indigno que el anterior; un secuestro en concurso con la afrenta más grande que
ha sufrido en la vida el honor de López. Fue secuestrado, por segunda vez, el 16 de mayo del 2012 por la Fiscalía General
de la Nación acusado de cargos de toma de rehenes, perfidia, homicidio agravado
y rebelión. Los medios grabaron su secuestro en vivo, a los colombianos nos
tocó ver al hombre esposado y cabizbajo, custodiado por guachimanes del estado
y reducido al nivel de “Don Berna”, “H.H”, “Jorge 40”, “Salvatore Mancuso” o
“Ernesto Báez” (bueno, lo cierto es que algunos de estos salieron aplaudidos
del congreso de Colombia, por lo que debo decir: a Sigifredo lo demonizaron más
que al peor de los paramilitares). No obstante, nuestro sistema penal fracasó:
tentativa inidónea.
Pensé, cuando fui descubriendo la
historia de ese señor que era un desgraciado contra el cual se cometieron las
injusticias entre las injusticias. No tuvo ocasión contra la guerrilla más
vieja del continente, tampoco contra la oprimente, inextricable y laberíntica
ley del Estado Colombiano. Pensé que una persona en sus circunstancias terminaría
cargada de odio, dolor y resentimiento.
Lo anterior me llamó la atención
y por eso quise preguntarle: Teniendo en cuenta el secuestro oficial del cual
fue víctima, ¿Considera usted que podemos seguir creyendo en “nuestras”
instituciones? ¿En nuestro gobernantes?
Desde luego que el “secuestro
oficial” sufrido por el exdiputado no es el único fundamento de los dos interrogantes
(basta pensar en las chuzadas del DAS, la “yidispolítica”, la “parapolítica”,
los “falsos positivos”, la represión de la fuerza pública, el carrusel de la
salud, las falsas desmovilizaciones, el fallido intento a la reforma de la ley
30, el fallido orangután de la reforma a la justicia, la teocracia del
Ministerio Público, y un largo etcétera que acaece dentro y fuera del Congreso
de los Ratones, dentro y fuera del Ejecutivo; y dentro y fuera de las “H”. Altas Cortes), pero es la prueba más
contundente que tenía al alcance de mi palabra.
Para ser justos, debo decir que
Sigifredo dijo muchas cosas, inclusive cuestionó nuestro sistema penal y señaló
la necesidad de reformarlo. Sin embargo, en esencia, sus argumentos iban todos
dirigidos a defender la tesis de su reflexión: “los demócratas debemos creer en
nuestras instituciones”.
Un demócrata es, a mi juicio, un
hombre que cree en la democracia y la practica.
La democracia como forma de organización
política es inconcebible sin libertad e igualdad de los sujetos que participan
en ella. La libertad tiene tantas implicaciones como definiciones caben de ella,
pero en una democracia, la libertad es esencialmente poder pensar conforme a las
propias ideas y convicciones; pudiendo
además, manifestarlas de manera pública, siendo respetado y escuchado.
El demócrata, en consecuencia,
para ser tal no necesita más y no tiene más deberes que creer en la democracia
y practicarla. Su pensamiento, su proyecto o sus creencias están fuera de
discusión, si esta se dirige a otorgarle o disminuirlo en su ‘status’
democrático.
La tesis de que los demócratas
tienen deberes ideológicos específicos para poder ser considerados como tales,
está haciendo carrera en divergentes espacios políticos y múltiples corrientes
de la política colombiana, es imperativo rebatirla. Ésta, indudablemente se
está convirtiendo en una efectiva estrategia, para moldear las conciencias so
pena de estigmatizarlas como anti-democráticas (es una de las "luchas por los significados") . Y hoy, como se sabe, en materia
política la democracia es un dogma, quien no crea o diga creer en ella está
“out”, y es tenido como sujeto de dudosa honorabilidad cívica.
El deber ideológico de creer en
nuestras instituciones, que se traduce en creer en el estado y la ley que nos
gobierna, es falaz. Es una postura que los filósofos del derecho suelen llamar
“legalismo ético”, y se deriva de una confusión del ser y del deber ser, o de
la moral y el derecho, respectivamente. En palabras llanas expresa la creencia
de que del estado y de la ley, por ser tales (“por ser vos quién sois” como
diría el maestro Tulio Chinchilla), se siguen deberes morales de obediencia y
sumisión. Tal planteamiento, como salta a la vista, va en contravía de
cualquier pensamiento y convicción libertaria.
La experiencia política nacional
tanto pasada como presente impone como mínimo, un deber intelectual de
desconfianza o duda. Los demócratas NO debemos creer en “nuestras”
instituciones, Sigifredo.
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