“La
duda es uno de los nombres de la inteligencia” Jorge Luis Borges
Uno de
los productos de las peripecias del lenguaje y su función simbólica en el desarrollo
social, ha sido el concepto “pensamiento crítico”. Es una de esas categorías
grandilocuentes, de las cuales queremos apropiarnos quienes pretendemos, de una
u otra manera, hacer política. Hemos erigido el pensamiento crítico como un
valor fundante de cualquier propuesta socio-política, sea en su vertiente
teórica o práctica; por ello, me he propuesto caracterizar aquella máxima, a
través de dos conceptos que para estos efectos trataré como opuestos: la duda y
al dogma.
La duda
cartesiana es una reflexión bastante
ilustrativa y, desde mi punta de vista, congruente no sólo con el pensamiento
crítico, sino con el conocimiento. Descartes postulaba la duda como un
presupuesto metodológico del conocimiento – “la duda metódica”-: la
investigación filosófica y el advenimiento de la verdad, debían estar mediados
por la duda hasta de la existencia misma. Encontrar una verdad indubitable exigiría
dudar de cuanta realidad y percepción se allegue a nuestros sentidos, de ahí el
conocido aforismo: “Pienso, luego existo”. Aquél loco imaginativo puso en duda hasta su
existencia, encontrando no más prueba de esta, que la certidumbre del pensar.
La
propuesta epistemológica en cuestión, debería –idealmente- llegar al encuentro
de cada uno de nosotros con los problemas de la sociedad y del espíritu. El
socialista tendría que dudar de las ventajas del estatismo y la viabilidad de
un proyecto igualitario; el deísta estaría propuesto ha cuestionar incansablemente
la existencia de un ‘Dios’, hasta llegar a la ‘verdad indubitada’ de la
constatación divina; el hombre enamorado, estaría dispuesto a ‘autoinflingirse’
interrogantes, hasta desechar el miedo y abandonarse a tan maravillosa
experiencia; y así… todos aquellos ejercicios del pensamiento –agobiantes,
desde luego-, arrojarían la plenitud de una realidad reflexiva y feliz, por
oposición a una realidad frívola y autómata. Esta es, en mi sano entender, una
de las características distintivas del pensamiento crítico: la duda.
Ahora
bien, un dique para nada despreciable en la fluidez del pensamiento y el ejercicio
intelectual, es el dogma. En materia jurídica sería equiparable a “la
presunción de derecho”, aquella que no admite prueba en contrario, así la más
elemental noción de justicia y capacidad
de discernimiento desapruebe la presunción. No voy a poner en cuestión la
función –quizá constructiva- que para el pragmatismo pueda tener, pero sí
pretendo señalar lo dañoso que puede resultar para el ejercicio del pensamiento
crítico.
Los
dogmas, podrá decir algún defensor, son necesidades prácticas, pues poner en
cuestión toda ‘verdad’, implica seguramente una regresión al infinito, ¿No es
un dogma la existencia? ¿El entendimiento? ¿La humanidad? ¿El universo? ¿El
lenguaje? Todos puntos de partida de tipo axiomático, premisas incontrovertibles
– y además no constatadas-, que sin ser llevadas al límite del análisis, nos
permiten hacer otro tipo de derivaciones, para desencadenar en la vana
sensación de conocimiento. De acuerdo. Por ello he de advertir, que mi crítica
al pensamiento dogmático no se ubica en una posición maximalista, que
inclusive, podría llevarme a una crítica a su vez, con sabor dogmático,
abnegada, rígida y ciega: el adalid de la duda seducido y perdido en el
razonamiento pertinaz.
De
cuando en vez, no viene a mal, poner en duda una que otra ‘verdad’, bien gestada
por las fuerzas del establecimiento, o por la rebeldía sin causa.
Gonzalo.